Anoche tuve un sueño. Soñé que Juan
Carlos I se sentaba en el banquillo de la Audiencia Nacional, acusado de
enaltecimiento del terrorismo. La inefable jueza Ángela Murillo
desplegaba sus modales cuarteleros para encarar al Borbón populista,
malhablado y propenso a soltar guantazos cuando alguien no complace su
real gana. Interrogado por la jueza, Juan Carlos I respondía a las
preguntas con un rotundo: “¿Por qué no te callas?”. Sin dejarse
intimidar, Murillo replicaba: “Por mí, como si tomas vino”. Aunque los
excesos etílicos corren por sus aristocráticas venas, el Rey declinaba
la invitación y, con gesto compungido, declaraba: “He sufrido malos
tratos y torturas”. “Es el procedimiento habitual”, contestaba la
implacable jueza. “No se queje y no calumnie a la Guardia Civil”. “No ha
sido la Guardia Civil –objetaba el Borbón, con lágrimas de cocodrilo-.
Ha sido el pueblo español. Me ha hecho sufrir mucho, afeando mis
cacerías y mis debilidades carnales”. “Bueno –exclamaba la jueza,
conciliadora-. Esos reproches maliciosos e inconstitucionales son obra
de perro-flautas y rojo-separatistas. No se preocupe, Majestad.
Los
estamos cazando en Twitter y Facebook. Se van a cagar.
Les vamos a meter un buen puro. Y si se ponen gallitos, los enviaremos
al juez Eloy Velasco. Ese sí que es un buen…”. Alarmado, el fiscal tosió
con fuerza, impidiendo escuchar el final de la frase. “Un buen
magistrado”, rectificó la jueza. Más tranquilo, el Borbón sonrió,
cerrando su real boca. Detrás del cristal blindado, parecía el anciano
Tiberio, feliz de pensar en su ansiado retiro en su mansión de Capri,
donde ya no tendría que rendir cuentas de sus actos a plebeyos y
periodistas entrometidos.
Desgraciadamente, “toda la vida es sueño
/ y los sueños, sueños son”. Mi sueño solo es una pirueta del
inconsciente, que jamás se escenificará. Juan Carlos I disfrutará de su
jubilación, flirteando tranquilamente con los siete pecados capitales en
la piscina de Capri, un privilegio reservado a los que solo responden
ante Dios y ante la Historia. Como Carlos V, Felipe II y su admirado
Francisco Franco. El Borbón nunca ocultó su admiración hacia el
Generalísimo. En una conocida entrevista de los años sesenta, el
Príncipe manifiesta: “Para mí es un ejemplo viviente, por su desempeño
patriótico al servicio de la patria día a día. Por esto, siento por él
un gran afecto y admiración”. ¿Alguien se imagina a Angela Merkel
expresando algo parecido sobre Hitler? Algunos dirán que es una analogía
malintencionada y desproporcionada, especialmente después de que el
Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia
estableciera que “Franco fue un general valeroso y católico que
participó en un Gobierno caótico”. Al margen de la penosa cacofonía de
la frasecita, Franco tal vez sería “valeroso y católico”, pero las
cifras no mienten y solo falsificando la historia se podrá negar su
condición de asesino y genocida. Durante la guerra civil, declaró al
periodista norteamericano Jay Allen que ganaría la guerra “a cualquier
precio”, fusilando a media España si era necesario. Casi cumple su
promesa. Los historiadores aún polemizan sobre el número de víctimas,
pero incluso los más moderados admiten que superan las 150.000. Gabriel
Jackson habló de 400.000, pero Antony Beevor y Paul Preston señalan que
la represión solo afectó a 200.000 “rojos”. Estos cálculos no incluyen
las bajas en el frente ni las víctimas de los bombardeos sobre la
población civil. Mi madre pudo ser una de esas víctimas, pues solo tenía
doce años cuando cayó una bomba sobre la casa donde vivía en pleno
centro de Madrid. La Calle de la Palma no era un objetivo militar, pero
Franco –“valeroso y católico” – estimó que diezmar a la población civil
era una buena estrategia para acabar con la Segunda República. La
Audiencia Nacional persigue con saña inquisitorial a internautas y
raperos que lanzan exabruptos en las redes sociales, acusándoles de
“enaltecimiento del terrorismo”, pero no interviene cuando se ensalza a
Franco y se niega a extraditar a conocidos torturadores de la dictadura,
como el sádico Antonio Gómez Pacheco, alias Billy el Niño, o
el ex capitán de la Guardia Civil Jesús Muñecas. Los magistrados
alegarán que “se ajustan a Derecho”, pero esa argucia legal no les exime
de su responsabilidad moral. Nunca han dado un paso para proteger a las
víctimas del franquismo y no han desperdiciado la oportunidad de
humillar a sus familias cada vez que intentaban conseguir una reparación
legal. No hay motivo para sorprenderse, pues la Audiencia Nacional es
la continuación del Tribunal de Orden Público y del Tribunal Especial
para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Nada ético o noble
saldrá de sus entrañas franquistas.
Juan Carlos I no solo hace apología del
genocidio cuando elogia a Franco, sino que es cómplice de los crímenes
perpetrados por la dictadura, al menos desde 1969, cuando el Caudillo le
designó sucesor en la Jefatura del Estado. El 2 de marzo de 1974 se
ejecutó al anarquista catalán Salvador Puig Antich y al ciudadano alemán
Heinz Chez, que en realidad se llamaba Georg Michael Welzel. Welzel
tardó 25 minutos en morir. Puig Antich tuvo una agonía algo más breve,
pero igualmente indigna y dolorosa. El 27 de septiembre de 1975 se
produjeron las últimas ejecuciones del franquismo. Tres militantes del
FRAP (José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz) y
dos militantes de ETA (Ángel Otaegi y Juan Paredes Manot, Txiki) fueron
fusilados por voluntarios de la Guardia Civil, que se pusieron de
acuerdo para alargar la agonía de los reos, disparando escalonadamente a
zonas no vitales del cuerpo. Durante la dictadura, las ejecuciones
convivieron con las torturas –sistemáticas, masivas- y los asesinatos
extrajudiciales, como el de Enrique Ruano, joven estudiante de Derecho
que el 20 de enero de 1969 no sobrevivió a los interrogatorios de la
infame Brigada Político-Social. Celso Galván, uno de sus asesinos, se
convertiría con los años en escolta de Juan Carlos I. No creo que este
hecho pueda atribuirse al azar. Por si alguien duda sobre la
identificación del Rey con la dictadura, no está de más recordar el
comunicado que la Casa Real emitió el 18 de julio de 1978: “Hoy se
conmemora el aniversario del Alzamiento Nacional que dio a España la
victoria contra el odio y la miseria, la victoria contra la anarquía, la
victoria para llevar la paz y el bienestar a todos los españoles.
Surgió el Ejército, escuela de virtudes nacionales, y a su cabeza el
Generalísimo Franco, forjador de la gran obra de regeneración”. Afirmar
que Juan Carlos I no es responsable de los crímenes de la dictadura es
tan grotesco como exculpar a cualquier alto cargo del III Reich,
pretextando que solo realizaba funciones diplomáticas o administrativas.
Juan Carlos I nunca traspasará el umbral
de la Audiencia Nacional, salvo para ser agasajado y ensalzado. La
jueza Murillo seguirá exhibiendo sus modales exquisitamente democráticos
y Eloy Velasco, Pedraz y el resto de sus colegas continuarán
empapelando a los internautas (preferiblemente jóvenes y amas de casa)
que desahogan su rabia con frases incendiarias. El objetivo es dejar muy
claro que los poderes político, judicial y legislativo trabajan
conjuntamente contra los ciudadanos. Ni el paro ni los desahucios
excusan a los que piden la cabeza de políticos y banqueros. No importa
que solo sean expresiones simbólicas e inofensivas, que reflejan la
indignación contra el régimen del 78, una trama que combina represión,
corrupción y brutalidad policial para destruir los derechos sociales y
laborales de los trabajadores. La pobreza infantil, la emigración
forzosa de los jóvenes, la explotación laboral, las obscenas
desigualdades y los desahucios de familias con hijos menores o
discapacitados no le quitan el sueño a la Audiencia Nacional. Juan
Carlos I seguirá la estela de Tiberio y la clase obrera solo podrá
escoger entre la miseria, la manipulación o el desengaño. En las Analectas,
Confucio escribió: “Donde hay justicia no hay pobreza”. Evidentemente,
ese aforismo no puede aplicarse en España, donde torturadores y
genocidas viven tranquilos y la ciudadanía ha interiorizado que si
llaman a la puerta de su casa a las seis de la mañana, no es el lechero,
sino un hijo del Duque de Ahumada. No creo que Dios ni la Historia
exculpen a Juan Carlos I, el Rey del IBEX-35 y las satrapías del
Magreb y el Golfo Pérsico.
RAFAEL NARBONA
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