viernes, 11 de abril de 2014

¿Por qué duele el soberanismo?

Podría ahora mismo nombrar cien asuntos que me preocupan más que el de la identidad de los pueblos, y hasta se me haría incómodo ponerme a reflexionar sobre ello si no fuera porque, en el fondo de este asunto, late el corazón de lo que somos y la explicación de por qué hemos llegado a vivir tan mal.
No es sorprendente ni preocupante que una buena parte de la sociedad española, sin distinción por estrato, tenga erupciones cutáneas solo con hablarles de Catalunya o Euskal Herria, porque suele ser la misma gente a la que le salen manchas al hablar de etnias, de culturas, o de igualdad. Esa gente tiene un rasgo en común, y es una intransigencia, que si ya de por sí es nefasta, se torna desgracia al unirse a la ignorancia.


Es sorprendente y preocupante que una buena parte de la sociedad española, sin distinción por estrato, tuerza el gesto cuando alguien defiende el soberanismo. Es la misma gente que en muchos casos muestra algunos valores sociales, defiende los derechos de los animales, y sin embargo nota como su sangre circula más rápido en cuanto se trata este asunto.
Los primeros no ocuparán mi tiempo. En algunos casos pese a sus prejuicios nunca han salido de su España, tampoco han intentado mezclarse con otra gente desinteresadamente, ni han abierto un libro por puro placer. Y en otros, la educación recibida y el entorno familiar han acabado determinando el resultado de lo que son. Seguro que todos tienen solución, pero el que los quiera que los compre.
Los segundos deberían pararse a pensar por qué es tan claro el sentimiento interno de rechazo, incluso declarándose de izquierdas, cuando alguien defiende el derecho a la autodeterminación de los pueblos.
En este punto, cuando enfrentas a alguien con sus miedos, es común la respuesta prefabricada, más o menos dolida, cínica, contradictoria, o vehemente. Las más típicas son estas: ¿qué será de ellos fuera de Europa?, ¡ahora lo importante es unirse no separarse!, ¡hay que acabar con las fronteras no crear otras nuevas!, ¡la derecha catalana os utiliza!, ¡lo que nos vamos a ahorrar!, ¡eso, a dividirnos hasta que seamos repúblicas de barrio!, ¡que se vayan ya y nos dejen en paz!, ¡eso lo tendremos que decidir todos!, ¿qué será de España si todos se independizan?
¿Los que decís estas cosas os escucháis? Yo creo que no, porque si lo hicierais seguramente sentiríais vergüenza. No estáis hablando vosotros, está hablando el discurso del poder y el de los que tienen miedo a perder parte de una tarta. Estáis diciendo lo que quieren que digáis los que sí pueden sentirse patriotas porque todo es suyo, al menos en usufructo. O lo que dicen sus mercenarios. Trasladáis el egoísmo sin límite de los mismos que os oprimen como todo buen ejército ha hecho a lo largo de la historia; esa historia rebosante de la sangre de los que sin tener nada defendieron o conquistaron las propiedades de los que todo lo tenían. España, queridos vecinos, excepto para cuatro, es una entelequia.
Esta misma intransigencia que se muestra a la hora de que aquellos que se consideran un pueblo, decidan su futuro, puede ser oportunamente utilizada en vuestra contra cuando reclaméis el derecho a decidir en cualquier otra cuestión. Aquí no estamos hablando de culos o témporas, que es de lo que quieren que habléis, sino de un derecho fundamental: el de decidir, el de abandonar el estatus de adolescentes políticos.
Sin entrar en consideraciones históricas, que para eso están los libros para el que quiera leerlos, ni sentimentales o ideológicas, porque cada cual siente y piensa lo que quiera, hay algo que es fundamental en todo este asunto: y es que hay poblaciones de territorios históricos (que como mínimo ‘siempre’ lo han sido) que quieren decidir su independencia. Toda valoración aparte está de más, excepto que tengamos alma de dictador.
Tampoco yo, como ideal, creo en las fronteras, y seguramente esto lo compartirán muchas de las personas que pudieran votar sí a la independencia de un territorio. También creo en la unión de los pueblos, pero eso se puede hacer desde marcos administrativos independientes y soberanos. También creo que la derecha es nefasta para la mayoría sea de donde sea, también en Catalunya, también la de CiU. Y si voy más allá, por poner presuntos argumentos encima de la mesa de los impedimentos, no sé ni qué es eso de saberse algo más que originario de una demarcación administrativa. No sé cómo alguien puede ‘sentirse’ no ya ‘catalán’, sino por ejemplo ‘español’, porque puestos a determinar, un país no es una extensión de terreno, sino su gente, y el hacer una amalgama con la gente de España y su historia me obligaría a verme reflejado en Franco, en el torturador ‘Billy el niño’, o en Rajoy ¿porque estos también son españoles, verdad? Y como que no, gracias. Me conformo con ser Paco, hijo de Francisco y de Teresa: el resto de títulos os los regalo. Con otros nacionalismos me pasa lo mismo, también con el catalán y el vasco.
Pero insisto: no hablamos de nacionalismos, ni de las razones para querer ser soberanos en colectivos acotados, sino del derecho a decidir serlo, nos parezcan acertadas o equivocadas las razones ajenas. Y hablamos de respeto por los demás. Y que esto lo ponga en cuestión la derecha me parece muy lógico (y por eso jamás seré de derechas), pero que a cierta izquierda y otras personas sin ideologías determinadas pero con valores positivos se les atragante, me parece muy triste y muy preocupante. Y me lo parece porque es el mejor síntoma de la decadencia de esta sociedad; una sociedad que ha sido dirigida y manipulada por malnacidos, ególatras y bárbaros disfrazados de demócratas. Afortunadamente empezamos a ser también bastantes las y los que además de estar hartos tenemos un proyecto de mundo, y puede que empujando entre todos acabe de colapsar de una vez bajo el peso de tanta podredumbre, para que nazca algo nuevo y mejor, más solidario, más empático y más humano.

Quizá ese día ya no existan estos debates. Porque es que no hay mejor argumento para alguien que quiere independizarse del resto, ni para que lo desee con mayor ahínco, que el totalitarismo del que se lo impide y el odio de los miméticos intransigentes y de los que no aceptan la diferencia (real o percibida, lo mismo da).

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