Podría ahora mismo nombrar cien asuntos
que me preocupan más que el de la identidad de los pueblos, y hasta se
me haría incómodo ponerme a reflexionar sobre ello si no fuera porque,
en el fondo de este asunto, late el corazón de lo que somos y la
explicación de por qué hemos llegado a vivir tan mal.
No es sorprendente ni preocupante que
una buena parte de la sociedad española, sin distinción por estrato,
tenga erupciones cutáneas solo con hablarles de Catalunya o Euskal
Herria, porque suele ser la misma gente a la que le salen manchas al
hablar de etnias, de culturas, o de igualdad. Esa gente tiene un rasgo
en común, y es una intransigencia, que si ya de por sí es nefasta, se
torna desgracia al unirse a la ignorancia.
Es sorprendente y preocupante que una
buena parte de la sociedad española, sin distinción por estrato, tuerza
el gesto cuando alguien defiende el soberanismo. Es la misma gente que
en muchos casos muestra algunos valores sociales, defiende los derechos
de los animales, y sin embargo nota como su sangre circula más rápido en
cuanto se trata este asunto.
Los primeros no ocuparán mi tiempo. En
algunos casos pese a sus prejuicios nunca han salido de su España,
tampoco han intentado mezclarse con otra gente desinteresadamente, ni
han abierto un libro por puro placer. Y en otros, la educación recibida y
el entorno familiar han acabado determinando el resultado de lo que
son. Seguro que todos tienen solución, pero el que los quiera que los
compre.
Los segundos deberían pararse a pensar
por qué es tan claro el sentimiento interno de rechazo, incluso
declarándose de izquierdas, cuando alguien defiende el derecho a la
autodeterminación de los pueblos.
En este punto, cuando enfrentas a
alguien con sus miedos, es común la respuesta prefabricada, más o menos
dolida, cínica, contradictoria, o vehemente. Las más típicas son estas:
¿qué será de ellos fuera de Europa?, ¡ahora lo importante es unirse no
separarse!, ¡hay que acabar con las fronteras no crear otras nuevas!,
¡la derecha catalana os utiliza!, ¡lo que nos vamos a ahorrar!, ¡eso, a
dividirnos hasta que seamos repúblicas de barrio!, ¡que se vayan ya y
nos dejen en paz!, ¡eso lo tendremos que decidir todos!, ¿qué será de
España si todos se independizan?
¿Los que decís estas cosas os escucháis?
Yo creo que no, porque si lo hicierais seguramente sentiríais
vergüenza. No estáis hablando vosotros, está hablando el discurso del
poder y el de los que tienen miedo a perder parte de una tarta. Estáis
diciendo lo que quieren que digáis los que sí pueden sentirse patriotas
porque todo es suyo, al menos en usufructo. O lo que dicen sus
mercenarios. Trasladáis el egoísmo sin límite de los mismos que os
oprimen como todo buen ejército ha hecho a lo largo de la historia; esa
historia rebosante de la sangre de los que sin tener nada defendieron o
conquistaron las propiedades de los que todo lo tenían. España, queridos
vecinos, excepto para cuatro, es una entelequia.
Esta misma intransigencia que se muestra
a la hora de que aquellos que se consideran un pueblo, decidan su
futuro, puede ser oportunamente utilizada en vuestra contra cuando
reclaméis el derecho a decidir en cualquier otra cuestión. Aquí no
estamos hablando de culos o témporas, que es de lo que quieren que
habléis, sino de un derecho fundamental: el de decidir, el de abandonar
el estatus de adolescentes políticos.
Sin entrar en consideraciones
históricas, que para eso están los libros para el que quiera leerlos, ni
sentimentales o ideológicas, porque cada cual siente y piensa lo que
quiera, hay algo que es fundamental en todo este asunto: y es que hay
poblaciones de territorios históricos (que como mínimo ‘siempre’ lo han
sido) que quieren decidir su independencia. Toda valoración aparte está
de más, excepto que tengamos alma de dictador.
Tampoco yo, como ideal, creo en las
fronteras, y seguramente esto lo compartirán muchas de las personas que
pudieran votar sí a la independencia de un territorio. También creo en
la unión de los pueblos, pero eso se puede hacer desde marcos
administrativos independientes y soberanos. También creo que la derecha
es nefasta para la mayoría sea de donde sea, también en Catalunya,
también la de CiU. Y si voy más allá, por poner presuntos argumentos
encima de la mesa de los impedimentos, no sé ni qué es eso de saberse
algo más que originario de una demarcación administrativa. No sé cómo
alguien puede ‘sentirse’ no ya ‘catalán’, sino por ejemplo ‘español’,
porque puestos a determinar, un país no es una extensión de terreno,
sino su gente, y el hacer una amalgama con la gente de España y su
historia me obligaría a verme reflejado en Franco, en el torturador
‘Billy el niño’, o en Rajoy ¿porque estos también son españoles, verdad?
Y como que no, gracias. Me conformo con ser Paco, hijo de Francisco y
de Teresa: el resto de títulos os los regalo. Con otros nacionalismos me
pasa lo mismo, también con el catalán y el vasco.
Pero insisto: no hablamos de
nacionalismos, ni de las razones para querer ser soberanos en colectivos
acotados, sino del derecho a decidir serlo, nos parezcan acertadas o
equivocadas las razones ajenas. Y hablamos de respeto por los demás. Y
que esto lo ponga en cuestión la derecha me parece muy lógico (y por eso
jamás seré de derechas), pero que a cierta izquierda y otras personas
sin ideologías determinadas pero con valores positivos se les atragante,
me parece muy triste y muy preocupante. Y me lo parece porque es el
mejor síntoma de la decadencia de esta sociedad; una sociedad que ha
sido dirigida y manipulada por malnacidos, ególatras y bárbaros
disfrazados de demócratas. Afortunadamente empezamos a ser también
bastantes las y los que además de estar hartos tenemos un proyecto de
mundo, y puede que empujando entre todos acabe de colapsar de una vez
bajo el peso de tanta podredumbre, para que nazca algo nuevo y mejor,
más solidario, más empático y más humano.
Quizá
ese día ya no existan estos debates. Porque es que no hay mejor
argumento para alguien que quiere independizarse del resto, ni para que
lo desee con mayor ahínco, que el totalitarismo del que se lo impide y
el odio de los miméticos intransigentes y de los que no aceptan la
diferencia (real o percibida, lo mismo da).
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