
Rafael Cid
La transición española se basó en la mentira,
la impostura y el culto a la personalidad, y a todo eso como guinda lo
llamaron consenso.
La mentira consistió en negar la criminalidad innata
del franquismo; la impostura fue proclamar como democracia lo que solo
era la autoamnistía de la dictadura y el culto a la personalidad se
perpetró con un liderazgo político coronado por un Jefe de Estado
designado por el tirano que murió en la cama y un presidente de gobierno
que había sido el último capo del Movimiento, el partido único del más
longevo régimen fascista que ha sufrido Europa.
Para comprender lo sucedido en España durante estos
37 años de Monarquía del 18 de Julio es preciso aparcar algunos clichés
sobre los guardagujas del fascismo realmente existente en esos años.
Pero el principal de todos es esa rancia foto fija que describe a los
machacas de aquel estercolero como unos tipos tétricos, de ridículo
bigotillo y calavera en ristre. Esos personajes existieron, pero algunos
de los que protagonizaron el “atado y bien atado” con que nos han
trasteado hasta este siglo XXI eran de otra ganadería. Gentes disipadas,
como Juan Carlos y Adolfo Suarez, encantadores de serpientes ambos, dos
cachondos mentales de aquella manera, capaces de surfear desde la
brutalidad de los fusilamientos del 75 al pódium de salvadores de la
patria sin descomponer la estampa. El motor del cambio y su seguro
muñidor. Dos advenedizos de tomo y lomo, yunque o martillo según
proceda.
Esa insondable desfachatez dual, sórdidos maquiavelos
de vía estrecha, es lo que refleja la figura estelar de Adolfo Suarez.
El “chusquero de la política”, “el tahúr del Misisipi”, al que ahora se
embalsama con honores de Estado mientras buena parte del coro
parlamentario, a diestra y siniestra, desde el PP al PSOE pasando por
IU-PCE, le dedica ditirambos, y el pueblo menguante de “que hay de lo
mío” oficia de lamentable plañidera. Suarez, el alien franquista que
junto al Rey hizo de la traición una obra de arte, convertido en símbolo
de una forma de entender la política que se pretende representativa de
altos ideales democráticos. Sobre esa patética simulación se acuñó la
Marca España. ¡Vivan las caenas!
Los datos biográficos, que solo expresan la
trayectoria de un intrépido burócrata del régimen, son estos. Nace en
Cebreros (Ávila) el 25 de septiembre de 1932. Estudia Derecho, carrera
que termina a trancas y barrancas. Fracasa en su intento de ingresar
como jurídico militar titular y opta por la plaza más cómoda de letrado
auxiliar en el Instituto Social de la Marina. Comienza su peripecia
política al fichar como secretario particular del entonces gobernador
civil de Ávila, el opusdeista anfibio Fernando Herrero Tejedor, que se
convertirá en su protector. Con ese aval trastea en las lides del
Movimiento, tinglado credo por el Caudillo para aglutinar a todas las
familias ideológicas del Alzamiento que estaban a la greña. A partir de
ahí, el indocumentado servidor público que reconociera a sus más íntimos
que “nunca había leído un libro completo”, ya no se bajara del coche
oficial ni prescindirá de la camisa azul (terno blanco para las
solemnidades) de los jerarcas de aquella roñosa “cosa nostra”. Será
gobernador civil de Segovia, procurador en Cortes franquistas por
representación familiar en 1967 y, en el ocaso del franquismo, director
general de RTVE, el órgano de agitación y propaganda del régimen. Allí
precederá a otro mercenario del sistema, el periodista Juan Luis
Cebrián, que controlaba el negociado clave para la “operación
transición” de director de los servicios informativos de Prado del Rey
durante el gobierno de Arias Navarro, “carnicerito de Málaga”.
Meses antes de la muerte de Franco, el 24 de marzo de
1975, Suarez toma posesión como vicesecretario general del Movimiento
aprovechando para significarse como uno de sus leales servidores
pronunciando estas palabras: “mi adhesión a Franco y a su obra es
inquebrantable”. Desaparecido el dictador por declinación natural, y
mientras los dirigentes de la oposición cavilan su provenir, Suarez toma
posiciones alentando una formación patriótica, bajo el nombre de Unión
del Pueblo Español (UPE), con los desechos de tienta del
tardofranquismo. Le sale el tiro por la culata, pero cuando parece que
su suerte le abandona, la figura providencial de otro pata negra del
franquismo, Torcuato Fernando Miranda, le salva del ostracismo- Torcuato
confía a Suarez la lampedusiana misión de hacer del Movimiento
(continuo) la piedra filosofal de la nueva democracia. Nacía la UCD
(Unión de Centro Democrático), partido con el que Suarez se reinventaría
políticamente. Bajo su palio se convertiría en el primer presidente de
un “régimen de libertades”, con una Constitución que consagraba al Rey
designado por el dedazo de Franco como jefe del Estado y de las Fuerzas
Armadas. Un castizo Juan Carlos de Borbón que al igual que Adolfo Suarez
venía de proclamar su fidelidad al Caudillo en aquel mensaje a las
Cortes, donde juró “cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del
Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento
Nacional”.
Con ese bagaje de manipulación y doblez, el alien de
la Marca España, el ambicioso zascandil político que había hecho de la
mentira, el cambio de chaqueta y la treta su credo existencial,
irónicamente, pasó a representar a la España democrática con la divisa
“puedo prometer y prometo”. Y como no podía ser de otra forma, el riesgo
moral que todo el país asumió con semejante latrocinio se convertiría
en una losa para la prosperidad de la nación. Ello, pasando de una feroz
dictadura de casi 40 años a una democracia vigilada por los mismos
personajes que habían sido los mayores colaboradores a tiempo completo
del genocida franquismo. El “chusquero de la política” y el Rey legado
por el dictador lograron que los tribunos de la izquierda (PSOE y PCE)
aceptaran la transición renunciando a la República y a la exigencia de
responsabilidades políticas por los crímenes cometidos. España iniciaba
así la senda de la democracia sobre la base de la amnesia y un extraño
consenso por el cual las víctimas perdonaban a sus verdugos para que
siguieran mandándoles.
Una vida entregada a la bulimia del poder
sacrificando la conciencia moral, necesariamente debía pasarle factura
cuando la política le expulsó del podio sin que Suarez hubiera
amortizado la ambición. El mazazo de la enfermedad, como en una tragedia
griega, vino en forma de casos mental. Un alzheimer se apoderó de él en
plena madurez, olvidando todo lo que había sido y quiénes fueron sus
escasos leales y cuáles sus muchos enemigos. Esa sonrisa permanente que
sus allegados recuerdan como seña de identidad durante los doce años de
su larga enfermedad, seguramente debe atribuirse al plácido retorno
memorial a aquellos felices años de adolescencia y juventud donde el
intrigante joven de Cebreros brillaba como gran seductor, el más ligón,
el auténtico rey del mus y la farándula.
Suarez desapareció físicamente con los idus de marzo. Pero
antes le devoraron los cuervos que él había auspiciado. Primero le
hicieron duque, y luego le remataron a traición con una fotografía para
la historia de la infamia. De espaldas, como quien conduce a alguien
hacia su extremaunción, el rey Juan Carlos, su matarife político, ordenó
inmortalizar la imagen de un afecto mentido por los hechos pasados. El
consenso libraba su última batalla pírrica en plena crisis del
austericidio canibalizando al Suarez defenestrado por el ruin Monarca.
Según recientes y concluyentes revelaciones de ultratumba a la
periodista Pilar Urbano, el “tahúr del Misisipi” se había negado a
rendir su cargo al gobierno de “unidad nacional”, integrado por todos
los ases de la baraja partidista, que se escondía detrás del golpe de
Estado del 23-F, el mal llamado “tejerazo”.
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